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Mi abuela, subida a los hombros de su abuelo, observa entre la multitud agolpada, cómo Alfonso XIII desembarca en el muelle en su primera y única visita a la isla.
El viejo recuerda que, cuando niño, se paraba en el mismo lugar para despedir a los que emigraban a Cuba y que ya nunca volvieron.
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Apenas tiene un año cuando su madre la coge en brazos y huyen en dirección a la capital.
El miedo a que la erupción de la montaña alcance el pueblo, la memoria ancestral de la destrucción y el origen.
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Años más tarde caminarán toda la noche, descalzos, por el Camino Real del Norte. A oscuras, conjurados contra los miedos a los aparecidos. La mujer blanca en la fuente del agua.
Con el día llegarán a un chorro, se lavarán los pies, se calzarán las alpargatas y entrarán en la capital.
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Mi otra abuela ve partir a su hermana mayor por el Camino Real del Sur. Cuba otra vez en el horizonte. El polvo reseca las lágrimas. No vuelve la cabeza. Nunca volverá la cabeza.
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Dos décadas después mi padre se parará en un quiosco y leerá, curioso, acerca del desembarco de tropas en la costa norte de Francia. Un tío había perdido una pierna en otra guerra. Por eso es zapatero.
El tiempo y el espacio demasiado lejanos. Baja al barranco y lo asciende durante horas.
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Aún no se han encontrado cuando mi madre retiene los nombres de las playas mientras van siendo sepultadas. Otra vez el muelle. Sube al tranvía y se aleja.
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Soy portador de la memoria de seis generaciones. He dejado por escrito que mi cuerpo sea incinerado.
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4 comentarios:
¡Lo has conseguido! Feliz trayecto.
Bienvenido, amigo.
Sólo hay distancias en el mundo de los prosaicos. El sueño y el insomnio no conocen lejanías; la poesía tampoco.
¡Feliz viaje! Nos encontramos en el camino.
Gracias por haber sido los primeros en visitar mi casa.
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